Arrimando el cuerpo a la baranda
convocaba el sueño desde ya, temiendo que se me escapara,
y animando el corazón de banda a banda
vi pasar un ángel de cabello mate y de tez dorada.
Voló tan bajito, sobre mi ventana,
que fuera de quicio olvidé el oficio
y me fascinaba.
Solicito y tibio le inventé una cara
y, bajo sus ojos, descubrí el rocío que se derramaba,
presentí el infierno que le acompañaba
y busqué remedios para la tristeza que le derrotaba.
Lloraba bajito,
tan atribulada,
que fuera de quicio olvide el oficio
y me lamentaba.
¿Quién te dañaría princesita fría de la madrugada?
¿Quién cegó la orilla de tus energías sin saber sanarla?
Quisiera bordarte y encargarte el resto de mis alegrías
pero, bien pensado, para tanto duelo no te alcanzaría.
¿Quién te dañaría princesita fría de la madrugada?
Apretado el corazón, ya se alejaba,
no bastó mi instinto para el maleficio que le adivinaba;
para el mal de amores o para las desgracias
o para el desatino no tienen sentido ni las esperanzas.
Y se fue tan bajito,
como si llegara,
que fuera de quicio olvide el oficio
y me derrumbaba.